Crimen de la Pacheca

ROMANCE DEL CRIMEN DE LA PACHECA

Relato en Romance del Crimen de la Pacheca, acaecido en Santa Cruz de la Sierra,

allá por el año mil ochocientos cincuenta y seis, en la joven Dª. María Pacheco Broncano.

Archivo Municipal de Santa Cruz de la Sierra

El romance fue escrito por un testigo imparcial durante la célebre causa que se instruyó.

Escrito por D.S.A.

en fecha del 10 de Abril de 1.858.

PRIMERA PARTE

María, Virgen Soberana,

abogada y protectora

de todo el género humano;

alma la más pura y sana,

vos, que sois Madre de Cristo,

tesoro de toda gracia,

inspírale a este, tu siervo,

para que deje trazada

la más desastrosa muerte

que con puñal o daga

pueda darse a una hija tuya

que como Tú se llamaba.

Mi torpe pluma vacila

al referir tal desgracia;

mi lengua tartamudea,

y sin vos, que yo no soy nada,

en vos vivo confiado,

pues vuestra ayuda es sobrada

para que mi débil pluma

no resbale ni se caiga para poder referir

hechos de suma importancia.

En este consentimiento

de la Virgen más amada,

reclamo vuestra atención

y principiaré a narrarla.

En Santa Cruz de la Sierra

y Extremadura la baja

vivía D. José Pacheco

en compañía de una hermana

y de una preciosa hija

que María se llamaba.

Sola y única, esta joven,

por su naturalidad y gracia,

todo el pueblo la quería

y de todos era amada.

Era aficionada al baile

y en ello mucho gozaba,

sin duda porque eran raros

aquellos que frecuentaba.

Mas no por esta afición

nunca su honor peligrara;

siempre humilde, siempre dulce,

siempre pura, siempre casta.

Crióse aquesta infeliz

con una salud tan sana

que a pesar del pueblo enfermo,

su robustez descollaba.

Perdió también a su madre (1)

en edad muy temprana,

víctima, según se dice,

de una mano despiadada.

Recibió una educación

no de las más esmeradas,

efecto sin duda

de la orfandad en que estaba.

—–

Sin embargo, quien la vio

y oyó cómo se expresaba,

dice que su producción

nada tenía de ordinaria.

Simpática y familiar,

todos, pues, consideraban

a Dª. María Pacheco,

joven la más desgraciada,

por el fin brutal y brusco

que tuvo la desdichada.

En una noche de enero

que el 26 se contaba

del año 56,

sentada en su propia casa,

en aquella noche oscura

que el agua y viento soplaban,

un verdugo, un asesino,

un tirano con su daga,

arrojose a la infeliz

y la dejó degollada.

Pero ¡qué herida, Dios mío!,

más de dos líneas entraba

la cuchilla del verdugo,

tirada con mucha rabia,

en la vertebral columna

de la joven que contaba

unos veinticuatro años,

que ni aún completos estaban.

Lectores, triste es decirlo,

pero esta infeliz causaba

a todo el que la veía,

tanta congoja y tal ansia,

que no es posible pintar

el cuadro que presenciaban

los que por verla acudían

cuando de ella se alejaban.

—-

Cubierto el rostro salían

del paraje donde estaban,

llorando a lágrima viva

por joven tan desdichada.

Pero todavía es poco

esto si bien se compara

con la escena que pasó

cuando fueron a enterrarla.

Corazones los más duros

vierten abundantes lágrimas,

hombres, mujeres y niños,

por la Pacheco lloraban.

Todos a una vez decían:

¡Desgraciada! ¡Desgraciada!

¡Asesino, ven a verla;

acércate sin tardanza!

Ven a ver las consecuencias

de tu valerosa hazaña.

Repara bien ese aspecto,

sus manos ensangrentadas,

su cuello despedazado,

toda su ropa manchada.

Llega; no tardes, tirano,

que abrigo la confianza

de que si en tu seno tienes

dos gotas de sangre humana,

has de llorar tú también

de buena o de mala gana.

Sigamos la narración

y apartémonos con ansia

de este cuadro de tristeza

que tanta y tan grande causa.

Es de llamar la atención,

y a todo el mundo chocaba,

que al verificarse el hecho

se encontraba acompañada

de su tía carnal Teresa,

y así consta y se declara.

Que su hermano había salido

y el alguacil en su compaña

a casa del secretario

que Arjona se apellidaba.

Que de que se quedaron solas,

con unos naipes jugaban

por puro pasatiempo

y reducir la velada.

Que estando las dos jugando,

dos luces las alumbraban,

si bien una de ellas poco,

porque aceite le faltaba.

Que observándolo Teresa,

la luz tomó apresurada,

marchando hacia la bodega

que distaba quince varas,

tardando en la operación

tres minutos, que no es nada.

Vuelve ya con su candil,

que aceite y luz rebosaba,

a la silla que en el juego

con su sobrina ocupaba,

cuando esta infeliz yacía

en su sangre revolcada,

corriendo un mar por el suelo,

la que Teresa pisaba.

¡Jesús, mil veces Jesús!,

doña Teresa exclamaba;

¡Mi sobrina! ¡Mi Pacheco!

¡Muerta, Dios mío,

y en qué prontitud herucana!

¡Tan cerca yo de este sitio

y no haber sentido nada!

¡Si he estado enfrente, Dios mío,

y ni una mosca sonara!

Ella tuvo luz y yo

también allí la guisaba.

— ¡Ah, ya recuerdo!; yo vi

cuando de vuelta ya estaba,

que para el corral dos hombres

apresurados marchaban,

y aquestos, sin duda, han sido

los que el hecho ejecutaran.

Tal es la declaración

que doña Teresa daba

al alcalde que formó

los principios de la causa.

Declaración que no puede,

por más que esté bien tramada

tenerse por verdadera,

al contrario, fue muy falsa.

Así lo comprendió el juez,

el que a otro día se hallaba

en la casa del suceso

trabajando sin tardanza,

con ganas de descubrir

dónde el asesino estaba.

Pregunta, indaga, discurre

y trabaja, y más trabaja,

hasta que vino a prender

al padre de la muchacha.

También prendió a la Teresa,

su linda y graciosa hermana,

al alguacil y otro joven

que la casa frecuentaban.

Llevándolos al jurado

que de Trujillo se llama,

en él vamos a dejarlos

mientras nosotros con calma

vamos recogiendo datos

para concluir la plana

en otra segunda parte,

pues ésta aquí se acaba,

disimulando, lectores,

si encuentran alguna falta.

Romance del crimen de la Pacheca

SEGUNDA PARTE

Dijimos en la primera parte

cómo habiendo quedado presos

el alguacil, la Teresa

y a más don José Pacheco.

A estos tres no los dejaba

el juez ni ahora ni luego,

pues creía moralmente

que estos tres eran los reos.

¿Será verdad, Santo Dios,

será verdad, Padre Eterno,

que un padre contra su hija

atente sañudo y fiero ?

¿Será verdad que una tía,

de igual edad poco menos,

tomase parte también

en el hecho que refiero?

No es posible; no. Jamás

los anales verdaderos

cuentan en sus largas citas

maldades de aqueste género,

ni las fieras las abrigan

ni las practican los perros.

El tribunal entre tanto

desata tramas y enredos,

examina e inspecciona,

a testigos más de ciento.

Evacua citas, preguntas,

a unos luego, a otros primero,

a cuantas personas cerca

estuvieron del suceso.

De sus informes deduce,

sin duda de ningún género,

que todos menos su padre

quieren a María Pacheco.

La opinión pública reclama

contra crimen tan horrendo

y todos a voz en grito

califican a Pacheco

de autor del asesinato

de su hija. En careo

se presenta varias veces

con fidedignos sujetos

y, por desgracia, en sus citas

no hubo nada verdadero;

igual sucedió a su hermana

bien poquito más o menos.

El alguacil, asustado,

fuese falso o verdadero,

incurrió también, el pobre,

en muy grandes desaciertos,

por cuya razón siguió

la misma suerte que ellos.

En vista, pues, de los dichos

de los tres presuntos reos,

juzgó el juez prudente

volver al sitio de nuevo.

Hizo autopsia del cadáver

registrándole sus centros

y de aquesta operación

salió convencido al menos,

que si los presos no eran

ejecutores del hecho,

eran al menos autores,

y autores muy placenteros.

Bajo esta convicción

y de sus nuevos careos,

condenó a los tres alados

a presidio con cadena

perpetua de mucho hierro.

Bien lo merecen, lectores,

esta y más merecen ellos,

en particular su padre,

horror causa al leerlo.

El fue, sin duda, el autor

del más reprensible hecho

que los vivos presenciaron

y vieron nuestros abuelos.

¡Ojalá yo me equivoque!

¡Ojalá yo sea embustero!

¡Ojalá!, pero es en balde;

él lo fue, pero muy cierto,

ayudado de su hermana,

dos corazones bien negros,

¡Padre infiel, padre tirano!

¡Padre cruel, padre soberbio!

¡Padre infame, padre vil!

¡Padre bruto, padre fiero!

¿Qué entrañas eran las tuyas

para obrar tal desacierto?

¿Con qué tigre, con qué fiera,

has de comparar tu hecho ?

Verdugo, ¿no te movió

a compasión en tu pecho

que viles manos cortaran

la vida a tu propio aspecto ?

¿No reparaste tú en ella

quedar sus ojos abiertos

después que la degollaron

con el mortífero acero?

Que te miraba y decía

ése es mi asesino fiero;

ése, mi bárbaro padre;

ése lo intentó el primero,

por librarse de mi vista

y seguir con desacierto

la negra sombra del crimen

que le viene persiguiendo

¿Qué pensabas tú, gozar

este crimen cometiendo?

¿Qué fines eran los tuyos?

¡Dios mío, no lo comprendo!

Tus vicios, tus vicios solos,

fueron los que te movieron

a que tu inocente hija

muriese como un cordero.

Mas veo, queridos lectores,

que ya os vais entristeciendo

contemplando el más atroz

y más original hecho

que presenciaran los hombres

desde Adán, padre primero.

Aparte Dios de nosotros

tan funestos pensamientos;

amemos a nuestros hijos,

pues obligación tenemos

de amarlos y acariciarlos;

por la senda los guiemos

de la religión cristiana;

y muy luego veremos

cómo el hombre que se educa

bajo estos sentimientos

nunca puede cometer

maldades de aqueste género.

Nuestros hijos son pedazos

de nuestro corazón tierno

y debemos educarlos

con muy singular esmero;

ellos nos bendecirán

en nuestro aliento postrero

y honrarán nuestras cenizas

en los siglos venideros.

Padres de familia, así

lo mandan los mandamientos;

así quiero yo también

que a los infelices reos,

que de aquesta historia son

los causantes con sus hechos,

los perdonemos, benignos.

En lo opuesto del estrecho

se encuentran los desgraciados

con sus cadenas de hierro

purgando allí la gran falta

que se dice cometieron.

Dios les consuele y les dé

sincero arrepentimiento

para gozar algún día

sus bendiciones al menos.

—-

Y ahora y también pido

con mi corazón ingénuo

disimuléis generosos,

como buenos caballeros,

las faltas de este romance,

que las tendrá, ya lo creo,

mas en cambio las compensa

su origen, que es verdadero.

Santa Cruz de la Sierra,

10 de abril de 1858.

  1. S. A

—-

Fin que tuvieron los reos:

Todos tres salieron condenados en primera instancia al palo, y después, por la Audiencia de Cáceres, a cadena perpetua.

En 9 de junio de 1858 les alcanzó la conmutación de la perpetua por la de 20 años de prisión correccional.

  1. José Pacheco finó en Ceuta.

Doña Teresa Pacheco fue destinada al correccional de Santiponce y desde allí al de Valladolid, donde cumplió y le dieron su licencia para el pueblo de Logrosán, su naturaleza, donde a pesar de su hazaña, no le faltó un pobre diablo con quien tomar estado. Enviuda, y los hijos del marido, que era viudo, la repudian, viéndose sola y sin recursos, enferma, y la Justicia tuvo que conducirla a una Casa de Misericordia de la ciudad de Plasencia, donde concluyó sus días.

Cumplió los 20 años de reclusión.

El alguacil Pedro Santos Pizarro también cumplió su condena, aunque fue recargado con dos años más.

Romance del crimen de la Pacheca

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(1) El público señala a Pacheco autor de la muerte de su esposa, quedando impune el delito y echando la culpa a los facciosos de aquella época (1856).